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jueves, 8 de octubre de 2009

IV) LA NOCHE IMPOSTADA

1978. Mayo.20. El sábado se filtra por debajo de las puertas vaivén. Un frío húmedo y letal adormece los umbrales del Splendid. Es otra noche perdida, en la calma sepulcral que se advierte en la calle, desierto azaroso por donde apenas circulan los pies ligeros de unos pocos transeúntes.
El hombre revuelve su café solitario, un par de papeles desparramados en la mesa lo aturden sin certezas. El relampagueo azul que viene de la plaza, aviva en el hombre el instinto de supervivencia que hace un par de años él y muchos otros han aprendido a conocer a fuerza de gritos mudos, que llegan desde los rincones ateridos del rumor, pero también desde la evidencia maléfica de un juego de sombras y ocultamientos.
Extrañas conductas las de los espejos en esta Argentina que cabalga su euforia crispada a un mes, apenas, del Mundial de fútbol. Los espejos no devuelven las imágenes y entonces, los cuidados deben extremarse. No es conveniente pasar delante de ellos, porque se corre el riesgo de no encontrar luego un rastro siquiera de la sonrisa fugaz, de los ojos abiertos y enigmáticos, del semblante ojeroso, de la dicha escondida. Del propio nombre.
Los destellos azules se empecinan contra el ventanal del bar. El hombre atina a esconder la “Antología Rota” de León Felipe bajo su carpeta. No vaya a ser que ellos entren y pregunten. O peor. Que revisen y entonces se incauten al Quijote derrotado que cabalga por la manchega llanura “sin peto y sin espaldar”. Pero no, siguen de largo por Meeks y el hombre podrá ahora leer sin temores. “Deshaced ese verso…”
Es el momento exacto en que el otro hombre irrumpe en el Splendid. Su saco oscuro y su bolso. La camisa gris sin el cuello clerical. Se acerca.

-¿Qué hacés por acá, Claudio? – pregunta el hombre que estaba sentado.
Claudio se sienta y dice
-Tenemos que hablar, hermano.
Dos pocillos son un buen pretexto para que dos amigos se entreguen a la urgente desnudez de sus confidencias. Y si además hay ginebra, el desamparo encuentra su tregua ideal, esperada, animosa aún en la caída.
-No puedo más, hermano.
El hombre escucha, apenas cortando en el silencio de su sorbo la pausa que Claudio le imprime a las palabras.
-El lunes hablo con el Obispo. Largo todo.
-¿Decisión tomada? –pregunta el hombre mirando a su amigo con los ojos del que busca la respuesta que no puede eludirse.
-Sí…vos sabés que mi vocación es fuerte. Pero ella me pudo. Ella me trajo…una cuestión de la que no me habían hablado en el Seminario. “Un oído en el pueblo y otro en el Evangelio”. Eso también me lo dijeron. Pero no me enseñaron qué hacer con dos ojos que te miran aún cuando estás rezando en tu celda, con una boca que dice tu nombre como si nadie lo hubiese dicho antes, como un bautismo en celo…
-¡Joderse con el celibato! –exclama el hombre.
-No es el celibato, amigo. Es la carne que está en el espíritu y el espíritu que está en la carne. Es esa risa que estalla cuando le enseñamos el catecismo a nuestros villeritos o la voz que canta y a uno se le eriza la piel…
-Cura…curita…de la cintura para abajo también le pasan cosas a los hombres de fe.
-¡No me digas cura, carajo! –se exaspera Claudio.
-Ta bien…perdonáme.
-No…perdonáme vos hermanito. Tenés razón. Mi fe está intacta ¿Sabés? Pero sin Marcela… ¿Qué sentido tiene Dios para mí?
-¡Mierda! ¡Pegó fuerte!
-Pegó como tenía que pegar. Pegó en mi sangre y en mi sed de hombre. Ya no voy a escaparme.
-¿Porqué habrías de escaparte, Claudio?
-No…claro. Pero ahora con más razón.
Claudio apura la ginebra. La mirada enrojece mientras la noche corre sin prisa por sus horas muertas.
-Hermano…hermanito…Ya no hay retorno. Porque esta tarde, toqué su piel, besé sus labios, me encontré en su desnudez y me supe hombre. Y cuando terminamos de hacerlo, en el mismo cuarto donde tantas veces nos medimos y nos alejamos, temerosos, rezamos ¿Sabés? Y fue la primera vez en mucho tiempo que recé con toda mi fe abierta al mundo, a lo inesperado, al dolor de los hombres…también a sus alegrías. Porque hoy entendí mejor ese dolor y esa alegría. Y ese Cristo del que hablo, apareció cercano. Sentado ahí. Sonriendo.
El hombre toma del brazo a su amigo. Aprieta con fuerza y Claudio ahora sonríe en el prisma pequeño de una lágrima.
¿Quién puede juzgarte, Claudio? –Piensa para sí el hombre- ¿Cuántas veces nos preguntamos cómo haríamos para luchar contra tantos monstruos sin la compañía de una mujer amada?
-Por eso el lunes, hablo con el Obispo…
Claudio…ahora la pelea contra estos hijos de puta se te va a hacer más suave. La fe no está en juego. Encontraste tu camino sin buscarlo. Ahora sos un hombre completo.
-El lunes hablo con él y se lo digo clarito. No voy a ser cura…él no va a entender. Pero eso sí…no renuncio a mi lugar en la villa. Marcela y yo tenemos mucho que hacer allí.
Ellos, nuestra gente, sí que van a entendernos.
-Ya saben. Si tienen algún problema yo los aguanto en casa –dijo el hombre en un hilo de voz, atesorando el secreto de sus palabras porque, no se sabe, nunca se sabe quién escucha y para qué en este mundo de imágenes cautivas de los espejos.
-Gracias. Claro que sabemos.
Sin treguas, con el énfasis sujeto a la fuerza en el brindis austero, la charla se prolongó entre los velos oscuros del tiempo. Quién vendrá y a qué hora. En qué lugar ocultarían la reunión y ese documento sobre los centros clandestinos de detención. Y los actos rigurosamente clandestinos donde soltar la rabia y el miedo. Clandestinos. Como la respiración o el beberse estos cafés y estas ginebras aún a la vista de los otros. Como el silencio o las palabras que se van deshaciendo mansamente…
-¡Poeta!... ¡Poeta!...
La dulce voz de Verónica apenas si logró sacarlo del letargo.
-¿Te quedaste dormido?
El Poeta Oscuro la mira, todavía ensoñado y confundido. Los ojos de Verónica tienen un brillo que él no advirtió en otras noches más sobrias y expectantes. No sabe por qué, la mujer, de tímidos acentos o la que se fue soltando con el devenir de las noches insomnes del Splendid, la de la risa franca y las palabras justas pero abiertas a aquel universo que no le era ajeno, le pareció más linda, con el pelo suelto y su sonrisa dibujada en los labios tímidos.
-Gracias Verita… ¿Hace mucho?
-¿Hace mucho? ¿Qué cosa?
-Qué estoy soñando…digo
Verónica se sonroja. No sabe si la frase del Poeta esconde un elogio o es sólo la prosaica pregunta de un hombre vencido por la noche y algún licor que aún se acurruca en la sangre cansada, un hombre que acaba de despertarse y levanta su cabeza apoyada sobre los brazos, los brazos sobre la mesa del sueño, el sueño sobre las grietas del tiempo.
-Ya cerramos, Poeta –dice la moza. Y sin dejar de sonreír, se vuelve.
El Poeta despereza sus ojos. Tras el ventanal del bar se vislumbra una pequeña claridad.
Se pone de pie, deja sobre la mesa el dinero. El sobretodo le cuelga del cuerpo como una sábana arrugada. Guarda sus papeles ajados pero que no se rinden y cuando se encamina a la puerta se detiene frente a Valeria, que presurosa está colocando las sillas sobre las mesas, y le dice
-No fue un sueño, Verónica. Te juro que no fue un sueño…

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