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sábado, 28 de noviembre de 2009

IX) LA LARGA NOCHE DEL POETA OSCURO

“Como asombrarte/si ya no hago en la vida/mas que esperarte” IDEA VILARIÑO

…Dicho lo cual, la Morocha Gris se incorpora y vuelve al ruedo.
El Poeta Oscuro se abandona en su cubículo, en ese intersticio que los fastos de la noche dejaron olvidados en un rincón del Splendid.
Sí. La Morocha Gris se vuelve a sus asuntos, a su coto de caza. Allí la espera el Músico Errante y toda una noche por delante alza sus brazos espectrales.
El Poeta tiene frente de sí el anotador. A sus espaldas la música rueda vestida de fiesta, de cotillón, de pequeña algarabía. El Poeta traza en el papel una línea. Luego otra más corta. No sabe porqué, recuerda ahora a la Panizzi y sus continuas diatribas contra aquel cuaderno imposible, donde la Geometría, embriagada por el elixir de Tristán e Iseo abierto impúdicamente en la hora de Literatura (la inmediata anterior) por la De Ámeli, desordenaba todos sus rigores y convertía al mismísimo Teorema de Pitágoras en un enunciado dadaísta. Pero debajo de las líneas, el Poeta escribe “¿Hacia dónde?” y luego, con más firmeza. “Ver. Encuentro. Triste”. ¿Escritura automática como decían Bretón y sus acólitos?
Hay dolores, piensa el Poeta, que nos habitan con esa convicción propia de un cruzado y entonces a la vista de todo el mundo, uno es apenas un fanático, apenas un hombre degradado hacia la torpeza o la idiotez, apenas un obsesivo-compulsivo a los ojos de la gaya ciencia. No hay forma de explicarlo. Ese dolor es anterior a uno, tal vez estuvo agazapado, esperándonos, con la convicción de que era a nosotros a quién debía habitar. Ese dolor es previo a nuestro nacimiento y así como es tan natural que nos encontremos arrojados a la calle desierta de una página en blanco, antes de conocer el término que nos defina y nos explique ante la evidencia de lo real; así como al llegar al mundo nuestra primera señal de presencia acontece en un grito que nos da sentido mucho antes de que alguien nos llame hombre o mujer o persona o lo que fuese, hay tal vez un dolor que estaba allí y fue parido al mismo tiempo que nosotros. ¿Y si fuese ese nuestro ángel de la guarda? Quién sabe.
Porque ese es justamente el dolor que lo atraviesa, es justamente ese el dolor que lo agobia sin treguas. Es justamente ese dolor el que le da sentido
Entonces, con una rabia mansa que le muerde la mano, escribe:

Qué aire sopla tu belleza sobre el curso sinuoso del río, sobre el devenir, sobre la veloz consumación de las horas.
Aquí estás abrazada al hijo, subida a tu sangre dos veces, a tu ardor eterno, al fruto dulce de tu morada líquida.
Allá, tu boca asoma en una sonrisa que no es, el borde carnoso de tus labios dibuja siluetas de palabras, de suspiros que fueron canción, de suaves gemidos en el sueño, de risas que rasgaron guitarras en el fuego o se posaron en las teclas de pianos gigantescos.
Y en el alboroto de tu cabello, miles de luciérnagas se desprenden de sus alas y desbaratan el ojo insomne de la luz.
Toda tu imagen espejada en miles de imágenes crecientes desafían nuestra torpe idea de lo bello. Todo tu perfil de mujer abrasa el sueño de los caminantes, de los erráticos vagabundos que se andan por los senderos mendigandole a los dioses una lluvia en el desierto de los deseos. Y uno solo de tus gestos (retratados sin poder impedir que te muevas y bailes en torno de rojas hogueras) se vuelve y danza sobre pétalos crepusculares, sobre lágrimas más antiguas que tu edad, tu sitio atemporal en la corte de las flores descalzas.
¡Tu belleza es tan honda que duele como la herida de la distancia y el silencio!

Sí. Cuando uno escribe exorciza sus dolores, sus muertes innumerables. Cuando uno escribe desata el lazo de su bestia, de su criatura monstruosa pero frágil.
La noche tiene un reguero de sangre disipada en pétalos oscuros, mientras la música resuena grotesca delante o debajo o detrás de su mesa. La noche camina con pasos de lento andar, con pasos que no pueden seguirse. Y el Poeta Oscuro prosigue, febril e incansable, doblado en agonía sobre el papel que bulle en la mesa

Debajo de las baldosas de mi sombra, hay un hueco dónde resuena tu nombre.
Laberinto impiadoso, tu voz lo pronuncia y mis pies se pierden absortos en la búsqueda.
¿Estás allí? Acaso en un cuadro de infancia que se lleva tu sonrisa triste, y el vigor abuelo de un afecto y la distancia memoriosa del tiempo armando con paciencia su tela de araña.
¿Estás allá? En la estática sucesión de muertes, en los silencios que acuñaron tu talla de mujer, en el arrojo de tu cuerpo y sus brotes voraces e incendiarios.
Difícil saber qué trama tiene el encuentro, difícil cuando se acoraza tu silencio y no es posible seguirle el rastro a una huella amanecida o a una lágrima guardada en el último rincón de tu cofre sagrado.
Te hiciste en soledad bordeando el río sinuoso de heridas que no han de cerrarse.
Y en el alba temprana del adiós, en tu estarse de madre de madres, en tu explosión feliz (aquella tregua de vida brotando de tu carne) nunca te creíste destinada a la alegría. Nunca, merecedora de ese afecto capaz de abrirle ventanas a la condena del dolor original.
Y cuando el azaroso tempo de la melodía nos empujó a la confluencia de sonidos inéditos, dispersos en el aire pero abigarrados en las teclas sutiles de la sangre, cuando nuestros ojos se toparon como dos toros furibundos, cuando la palabra nos dejó desnudos ante nuestro deseo y supimos sin estudiar el resultado de las cifras que habíamos nacido solo para encontrarnos alguna vez entre una multitud de ciegos, hubo un hiato en el cuello de la tarde, una letra que se desaliñó sin querer, un enjambre de preguntas que soltó su zumbido aletargado y mortífero.
¿Estás allí? ¿Estás allá? ¿Acaso aún en frente de mi puerta abierta?
¡Qué cosa con las criaturas que son hijas del barro doliente!
¡Que triste es su juego aun en la exuberante dicha del amor

El Poeta suelta su lapicera. Sobre el papel alcanza a contar las señales de su sudor, las viejas lágrimas que tal vez estuvieron desde siempre, pero ahora conocieron la cruz de su nombre.

VIII) VERÓNICA

Cae una lluvia penetrante y la espera se presagia lenta, morosa como el tiempo que los hombres no miden según los usos horarios de sus miserias cotidianas.
El Poeta Oscuro ha llegado tan temprano este viernes, que aún a él le asombra el paisaje austero y familiar del Splendid, los bullicios que la sociabilidad dispara sobre las mesas.
Es el paisaje de los que en un par de horas saldrán a ganarle a la noche, los que han trazado en su camino funciones de cine o recitales o maratones en alguna disco.
Verónica se acerca asombrada y le pregunta
-Poeta ¿Vas a cenar acá?
-¿Vos que harías ?
La joven moza no puede ocultar su risa
-¡Ah…Yo no estoy aquí para dar esa clase de opiniones!
El Poeta la mira detrás de su sonrisa triste
-¿En serio? ¿Va contra las normas de la casa? ¡Qué lástima!
Verónica intenta salir del absurdo, del asombro y de la súbita inquietud que cosquillea en su voz siempre armoniosa y suave.
-Puedo darte algunas sugerencias…si querés.
-Adelante –dice el Poeta
La moza toma la carta y comienza a recitar, no sin un dejo irónico, los nombres previsibles del menú del día, que de todas formas lucen en los cartelitos transparentes de promoción.
El Poeta la interrumpe y le dice
¿Puede un cliente de este bar no tener ganas de cenar su soledad?
La mujer lo mira. Sus ojos son ahora profundos e indagatorios.
-Puede. Pero es una lástima…¿Lo de siempre, entonces?
-Que así sea.
Cuando la ginebra reposa en la mesa, el Poeta comienza a revisar sus textos, siempre desordenados, caóticos. Escritos, que a veces ni él puede descifrar a la hora de tipearlos.
Súbitamente, hace su entrada Tony. Es evidente que la lluvia empuja a todos hacia el bar.
Allí está Tony, pegado a la puerta que acaba de cerrar con un rápido movimiento. Su ambo negro parece una prolongación de su larga cabellera enrulada, generosamente húmeda.
Advierte al Poeta y una amplia sonrisa se le dibuja bajo su ancha nariz surcada por las infaltables lentes negras.
-¡Hola Poeta! ¿Puedo?
Siempre prudente Tony. Sus andanzas de borrachín belicoso no han podido con esos modales de dandy que ensaya sin falsas posturas.
-Por supuesto Tony ¿Cómo va?
-Acá andamos, Poeta, siempre con “este maldito asunto de vivir” –dice Tony y ríe con su voz cavernosa.
Verónica irrumpe, en su rutina obligada.
-Hola Tony ¿Vas a comer algo?
-¡Hola muñeca! –dice Tony- Me encantaría pero tengo dos problemas muy serios…a ver si vos podés ayudarme.
Verónica trata de ser amable pero no puede evitar que un dejo de fastidio se escape de su respuesta.
-Parece que hoy todo el mundo ha venido a pedirme consejo…
El Poeta no se da por aludido y repasa sus papeles. Tony replica.
-¡Epa preciosa! ¿Qué sucede ? Mirá…lo mío es muy simple. A mí me encantaría invitarte a cenar en un lugar más íntimo…más acorde con tu belleza…pero no tengo un mango. Así que, te imaginás…¡Eso me deprime! Y me quita las ganas de cenar…
Los ojos de la moza lucen furiosamente inquietos
-Lo de cenar conmigo…imposible. Lamento tu depresión Tony. Así que decime qué vas a tomar…
-¡Lástima! Que sea un whisky doble, entonces. Pero prometeme que lo vas a pensar…
Verónica se aleja. Su enojo persiste en el aire.
Tony la observa con inocultable desparpajo
-¡Mirá Poeta! ¿No tiene el mejor irse de todas las épocas del Splendid?
El Poeta sonríe en silencio.
-¡Vamos Poeta! ¿No tiene un culito precioso? Y bueno…Dios le da pan….
El Poeta lo mira gravemente y le dice
-¿Qué me querés decir exactamente, Tony? Soy un poco lento para estas cosas…
Tony lo mira entre burlón y compasivo y le dice
-Nada Poeta…dejalo así.
Verónica regresa. Su actitud aún delata un extraño ofuscamiento. Deja el whisky sobre la mesa. Y cuando se quiere retirar, Tony la toma del brazo.
-¡Gracias amor! ¡Y no te olvides…pensalo!
La mujer es ahora una explosión de nervios apenas contenidos, pero con una clase que envidiarían las mejores actrices, se las ingenia para soltarse bruscamente sin que nadie lo note. Y en un mismo gesto, apoya sus dos manos sobre la mesa, se inclina levemente y le dice a Tony
-Ni en pedo. Y por favor ¡No me jodas más!
Tony y el Poeta se miran asombrados. La dulce Verito, la moza tímida, simpática, seductora, la bella morena que transita con sus pies ágiles los pasillos del Splendid, acaba de arrojar su flecha envenenada.
Los hombres beben en silencio. Tony luce apesadumbrado y el Poeta no sabe bien qué decirle
-Bueno, Tony. Es así. A vos no te va mal con las mujeres, che….
Providencial la frase del Poeta, porque en ese instante, también empapada por la lluvia, entra una de las tantas amigas solitarias de Tony, una rubia madura y escultural.
-¡Salvado! –dice Tony. Aquí llegó una de esas señoras que se aburren mucho con su marido. ¿Me disculpás, Poeta?
-La noche es toda suya, amigo.
Tony se pone de pie y saluda con cortesía al Poeta. Luego se aproxima a la mujer. Ambos se refugian en un rincón de la barra. La mujer ríe. Tony es capaz de hacer reír al mismísimo muerto en un velatorio. Aunque hoy haya tenido una fea patinada…
El Splendid luce ya el panorama acostumbrado de los viernes a la noche. O casi. Porque si bien es viernes y es la hora de los vencidos, la lluvia se ha hecho torrencial e impiadosa. Los alegres comensales han fugado hace rato, pero los nativos de la oscuridad no han llegado. Es extraño el paisaje.
Tony y la rubia se han instalado en una mesa, en los prolegómenos de lo que será una noche de amor en la cuatro por cuatro de la mujer.
Hay algunos pobladores dispersos. Pero ningún habitante del Club se ha hecho presente. El Poeta revisa sus textos, pero en un momento, levanta la vista y la observa. Verónica está muy próxima, detrás de él, mirando la lluvia a través del ventanal.
El Poeta se decide y le dice
-Ya sé que no es norma de la casa…
La moza, sin dejar de mirar por la ventana, lo interrumpe
-Tampoco la pavada, Poeta.
-Bien. Creo que esta noche estaremos más solos que nunca, Vero.
-Vos siempre estás solo, Poeta.
-¿Y vos?
-Creo que tenés razón. No estoy aquí para dar opiniones ni para hablar de mí…es norma de la casa…
-Pero estás sola
-Sí. Estoy sola.
-Todos estamos solos, Verónica
-Pero a veces estamos más solos…¿No?
El Poeta la mira con asombro
-¿Conocés a Idea Vilariño?
Verónica se acerca a la mesa
-Te oí el otro día recitarla
-¿Te gustó?
-Me compré un libro “En lo más implacable de la noche”.
Verónica sonríe. En sus ojos también se anida una tristeza que cuenta las horas sin prisa, que lleva en el peso de los años jóvenes una herida abierta desde la gestación de su grito, desde sus tropiezos en la calle de la infancia, desde la pequeña orfandad del hogar, o en su rebeldía adolescente.
-Dice con palabras muy despojadas….las cosas más terribles.
-Estoy de acuerdo -el Poeta trata de buscar ahora en el libro, ese verso que tiene marcado. Lo encuentra y comienza a leer
-“Como asombrarte/ Si no hago en la vida/ mas que esperarte”
-Es devastador….
-Dice lo justo. Nada sobra en sus versos. Y dice lo que muchos no quieren leer.
-Es que hay cosas que muchos no quieren ver Poeta….
La lluvia arrecia. La plaza es un desorden de líneas amorfas, diluidas en la trampa borrosa del ventanal.
La puerta que da sobre la esquina de Avellaneda y Avenida Meeks se abre y los miembros del Club ingresan, recién salidos de la boca de un monstruo desapacible.
-Bueno Poeta…no estamos tan solos.
Hace un silencio y agrega
-Al menos vos…
Verónica termina de decirlo y se aleja, perdiéndose en el portal que da a la cocina.

Hugo Celati (2009)

sábado, 31 de octubre de 2009

VII) DUELO CRIOLLO

En el club zumba un pequeño alboroto. No suele suceder, pero esta noche hay aura de duelo, brillos de puñales borgeanos, aromas épicos que se confunden con el vapor de la máquina de café del estaño y la visión borrosa de las botellas prolijamente alineadas en los estantes. Al principio parecía una broma de viejos amigos. La pareja entró al bar como pidiendo permiso. Se sentaron en una mesa pegada al ventanal de la calle Avellaneda. El hombre calvo y solitario, vestido con un traje azul, ya estaba instalado en una mesita contigua. Nadie vio cómo ocurrieron los hechos, pero los dos sujetos comenzaron una agria discusión. El que había entrado con la mujer, le reprochaba ciertas miradas inconvenientes sobre su compañera. El otro le respondía que estaban en un ámbito público y podía mirar a quién se le diera la gana. Pronto, el Poeta Oscuro descubrió que la cosa iba en serio
-Estos se agarran –le susurró a la Morocha Gris casi con temor de ser escuchado. Horacio, el encargado, rápido de reflejos se acercó al centro del conflicto, más atrás, Verónica, la moza, pálida como un relámpago, se veía asustada. El entredicho pareció encaminarse, ambos hombres dejaron caer en el aire una intención conciliadora en cuya firmeza el Poeta no creyó.
Uno aprende a descifrar los rumores y silencios del Splendid. Si hay partido, es posible que nada ni nadie perturbe, salvo la música aplanada de los pocillos o en andar sigiloso de los mozos. En la tarde las voces cruzan los huecos que se dibujan entre las mesas y resuenan en el espacio henchido de luces nunca estridentes (por eso el Club eligió el Splendid…aunque algunos revisionistas dicen que fue a la inversa). Pero este silencio se advertía distinto. Era un silencio belicoso, pleno de voces contenidas y suplicantes. El tiempo transcurría al igual que otras noches, derramado sobre las mesas de los pobladores, algunas servidas generosamente, otras apenas vestidas de licores y lágrimas.
El Poeta Oscuro , Mónica y la Morocha eran los únicos socios del Club que habían hecho acto de presencia por aquellas horas. Gustav se hallaba en una temporada de creación frenética y era difícil hacerlo salir de su cubículo en esas circunstancias. Tony, ausente sin aviso, se suponía en brazos de alguno de sus interminables amores febriles. Pérez, de viaje, acaso de gira por otros bares, acompañando cantores desalmados que le recordaran a su vez su propio quiebre con el destino. Y los demás, asimismo, estaban en su propio juego o tal vez aguardando que la noche se inclinara en el altar de las horas para arrimarse.
Cuando el Poeta leía la segunda carilla de su texto, la Morocha lo interrumpe y le señala a los intrusos. El hombre que había entrado con la mujer, un sujeto de aire pendenciero y peinado con gomina hasta el exceso, se había levantado para ir al baño.
Entonces, el juego de miradas entre la mujer y el otro, el solitario, desató unos brillos fáciles de descifrar. Había en ellos una conexión que solo podía explicarla la cercanía, la confianza, la desmesura de muchos momentos vividos. Cualquier cosa menos un casual o repentino deslumbramiento.
Entonces, cuando el engominado regresaba a la mesa y adivinó la ceremonia, el aire volvió a cortarse con los hilos del furor. Los dos sujetos se pusieron de pie casi al mismo tiempo. No se supo quién pegó primero, pero el chasquido se escucha rutilante y pavoroso. El calvo parece doblado en dos, casi en el piso, pero el engominado, que se muestra de pie, no tarda en tambalearse y con todo el peso de su cuerpo cae sobre la mesa y luego al suelo acompañado por una sincopada música de vidrios y metales que llueven sobre las baldosas, sobre el damero eterno del Splendid. Acto seguido, el hombre calvo de traje azul toma a la mujer del brazo y salen del bar. En la puerta, amagan una discusión que termina en un largo beso y un abrazo. Después, se pierden por Avellaneda hacía las vías del ferrocarril, quizás buscando el previsible rumbo del hotelucho.
El engominado tarda en ponerse de pié. Horacio, el encargado y algunos habitantes del bar, lo sientan en otra mesa, muy cerca del Poeta, la Morocha y Mónica.
Verónica y Carlos, tratan de barrer los restos rotos de la contienda y de poner en orden las sillas despatarradas.
El hombre rechaza todos los ofrecimientos. No quiere agua, ni médicos, ni mucho menos que se avise a la policía. Está quieto, la cabeza entre las manos, apenas se oye un tenue sollozo que en forma esporádica le levanta los hombros y le ensancha la curvatura de la espalda.
El Poeta intenta seguir con su lectura, pero basta que el texto soltara la frase
Amor que derramó su licor sobre la mesa de la soledad y la soledad sobre las sábanas de la cólera y la cólera sobre la desdicha….para que el hombre engominado se vuelva, los mire y sin más trámite comience a hablar arrastrando las palabras
-Y ustedes lo vieron ¡Claro! El mismo juego de siempre. Ese hijo de puta la maltrata, la deja noches enteras en vilo, ausente, la denigra ante los otros. Entonces ella me busca. Y llora, así como yo ahora ¿Vio Señor? Y me pide que la proteja, que la cuide, que está cansada, que conmigo se siente contenida. Que ya no habrá vuelta atrás. Pero todo es igual. Él vuelve a aparecer y la mira con esos ojos de serpiente. Y ella se olvida de mí, mejor dicho, me devuelve al lugar de siempre…
El hombre llora con desconsuelo infantil. No le importa deshacer su prolijo peinado donde la gomina brilla en opacas gotas perladas.
El Poeta Oscuro, Mónica y la Morocha, se miran. Sin decir palabra, abandonan la mesa y se sientan junto al hombre, que apenas levanta la vista, los observa fugazmente, casi con desapego y sigue ensimismado en su rito de lágrimas ahogadas.
-¿Vas a seguir leyendo? – pregunta la Morocha mientras apaga su cigarrillo con lenta parsimonia.
-No. ¿Para qué, Negra? – responde el Poeta Oscuro.
Las luces de los autos cruzan como un latigazo por la ventana. En la plaza unos chicos beben cerveza sentados en corro, a la espera de que el Auditorio Sur abra las puertas.
Esa noche toca “Bulldog”. El Poeta, levanta su mano llamando a Verónica. La moza se acerca sin apuro. Todavía está asustada, pero parece que tiene guardada una sonrisa.
-Vale…tres ginebras.
Hace un silencio. Mira a Mónica y a la Morocha. Luego al visitante que aún lloriquea sobre la mesa, con la cara entre sus manos.
Entonces, ensayando él también su mejor sonrisa posible, se vuelve a Verónica y le dice
-Cuatro Verito. Que sean cuatro.
(Hugo Celati) (2009)

domingo, 11 de octubre de 2009

VI) JEAN VALJEAN EN EL CLUB DE PERDEDORES

Salud amigos. Bienvenidos al eterno cenáculo de las sombras. Aquí, entre las mesas del bar Grand Splendid, en la ciudad de Témperley, al sur del universo.
Los miembros del club avisaron con tiempo.
-Mirá Horacio que hoy tenemos visitas importantes.
Horacio mira a Ruso Sentimental y sonríe con una mueca de incredulidad.
-Está bien, Rusito…está bien.
No siempre ocurre, de modo que permítanme decirles que esta noche, el Club recibe a un ilustrísimo personaje. Su nombre transciende largamente la humilde fama de estos artistas desheredados, pero en un gesto que lo distingue, él llega aquí sin otro afán que el encuentro. Aquí está.
Ha hecho su entrada un hombre de largos y grises cabellos. Su aspecto parece confundirse a simple vista con el de algún mendicante de los tantos que suelen entrar a pedir agua o repartir estampitas. Horacio, el encargado sigue con atención sus pasos.
El hombre contempla a su alrededor, con aires de sobresalto y extrañeza. Carlos, el mozo y Horacio cruzan miradas, estudiando cada paso del hombre, quien finalmente se sienta junto a los miembros del Club, que hoy reportan asistencia perfecta.
Apenas lo hace, en la mesa se distingue la débil luz de sus eternos candelabros, mientras él, Jean Valjean, sonríe mansamente. Saluda con cortesía y rehúsa las insistentes invitaciones etílicas de Tony y de Gustav.
El Poeta Oscuro, le da la bienvenida.
-Lo escuchamos, Jean.
Valjean mira al Poeta y le dice
-Quizás ustedes se sorprendan al verme aquí. Pero caminando por los caminos de mi derrota, oí acerca de este lugar, dónde los vencidos se reúnen y al calor del vino, lloran en silencio su dolor.
El Poeta se siente halagado, no obstante lo cual replica
-Sin embargo, usted no parece en rigor un derrotado. Digo, no creo que haya perdido definitivamente su batalla.
Valjean ríe ahora sin mesura
-¡Pero cuánto de mí he dejado en esa pelea! Créame, amigo, que si he vencido, mi victoria es muy amarga. Cuando fui condenado, usted lo sabe, no había en mí nada impuro. Era una criatura desesperada, que robó porque su sobrino moría de hambre. Entonces, la ley me condenó. Desde ese momento, me convertí en un paria, en un desterrado para el cual no había ya oportunidad. Mi alma se endureció y cuando me arrojaron a la calle, después de veinte años, con ese papel infame que sellaba mi frente con el signo de los condenados, de los muertos en vida, comprendí el significado de la palabra libertad. Pero parecía demasiado tarde para volver a empezar. Por eso, cuando el Obispo de Digne me recogió de la calle, y me trató como a un hermano, yo sentí una nausea gigantesca. No podía yo entender que alguien quisiera ayudarme, y menos en nombre de algún principio humanitario. El bien y la ley de la sociedad ya me habían condenado. Y el Dios de esa sociedad, también.
- La Morocha Gris se decide a intervenir y dice
-Por eso robó la plata...
-Por eso, Ma Belle. Pero admito que el Obispo me devolvió la fe. Y no tanto por lo que ese Dios me devolvía, sino por el desafío que comenzaba a hacerme.
-¿Desafío?
-Así es. Yo no podía permitirle a nadie que me redujera a un número, que disolviera mi nombre en un papel. ¡Libertad temporal! Es gracioso. Se es libre o no se es libre. Ahora, a la distancia, Javert me parece demasiado ingenuo.
Gustav se atreve a interrumpirlo
-No hay rencores, entonces.
-Es que justamente lo que aprendí en casa del Obispo fue eso. No hay tiempo para esos rencores cuando todo lo que rodea a uno es el odio y la injusticia. Aquellos seres despojados de todo, aquella vida de esclavos, aquél maléfico espectáculo de un pueblo sin pan ni esperanza... no podía yo quedarme anclado en ese dolor. Todo era dolor, todas las heridas estaban allí, si usted quiere, las mías no eran más profundas que las de los otros. Recuerde a Fantine. Ella sufrió el peor de los castigos que una pobre mujer podía sufrir: el desprecio de sus compañeros de infortunio, que la arrojaron a la ignominia frente al despreciable capataz ¿Le parece poco el dolor de una madre que tuvo que entregar a su hija en manos de dos personas tan sórdidas como los Thenardier?
-Que parecen ser su contratara- dice Mónica
-Los Thenardier no tienen edad, usted comprenderá, señorita Mónica. Han existido siempre, porque siempre hubo quien ha pensado que no importa cómo, ni de qué manera... lo importante es salvarse. Pero los Thenardier no son los culpables de aquella gigantesca injusticia social. Es más, si yo no hubiera estado en medio de la tormenta, si no hubiera sido yo quién tuviese que rescatar a Cosette, tal vez hasta me parecerían graciosos. Ellos son, en todo caso, las otras víctimas de la miseria. Aquellos para los cuales no existe otro principio que su servil apego al dinero, y su primitiva sed de poder. ¡Unos pobres diablos!
-¡No les reprocha ni siquiera lo de Cosette!- se asombra Gustav
-No, amigo Gustav. Ni eso, ni el vil robo entre cadáveres, ni el asalto frustrado a mi casa en París. Amo demasiado a Cosette, para enturbiar mi amor con rencores tan rastreros. Cuando yo le prometí a Fantine que buscaría a Cosette hasta el fin de la tierra, advertí que no podía distraerme con sujetos como los Thenardier. Ni siquiera con Javert. Mi lugar estaba en otro lado.
-Por ejemplo en las barricadas- se entusiasma Pérez
Valjean se queda unos instantes en silencio. Luego lo mira. En sus ojos brilla una luz de grisácea transparencia
-Yo llegué a las barricadas porque me preocupaba la suerte de Marius. Por eso le pedía a Dios que lo salvara. Pero una vez allí. no pude sustraerme. El dolor y el rencor armado, tenían un aire tan seductor, después de todo, yo era uno de ellos.
-¿Y qué quiso demostrarle a Javert?
-¿Demostrarle? No sé. Yo simplemente hice lo que me correspondía, lo que no podía dejar de hacer. Y no siento que Javert haya quedado en deuda conmigo. ¿Cuál es el placer de la venganza? ¿En qué podía modificarme a mí, Jean Valjean, el acto de matar a mi perseguidor? Lo que sufrí, mi querido amigo, jamás se borrará de mi sangre. Pero no es la venganza lo que pueda redimirme. Además, Javert no es... no era mi verdugo. Mi verdadero enemigo era esa ley ciega y sorda, que él se empeñaba en defender con ese celo feroz. Si quiere, otro pobre diablo, diferente de los Thenardier. El otro extremo absurdo de un orden perverso.
-¿Cree que él se suicidó porque advirtió esto?
-Es probable. Pero no pudo superar el dilema. Es la suerte del carcelero: el sistema que defiende termina aniquilándolo también a él.
-¿Y Marius?
La niebla oscura parecía ocultar las líneas vigorosas de su rostro. Después de unos instantes, prosiguió
- Vea Pérez…Marius es mi hijo. Pero también es un sueño que se resiste a morir, a pesar de la sangre y del fuego, a pesar del dolor del adiós. Porque como él bien dice, las sillas y las mesas vacías, dónde los amigos ya no están, son éstas sillas y estas mesas.
-Curiosa forma de ser inmortal-dice el Poeta
-Curiosa forma, amigo Poeta.
El licor se dora al calor de las palabras y un tímido haz de luz juega sobre los bordes del vaso. Valjean mira por la ventana.
La plaza de Témperley está desierta. El Poeta Oscuro rompe el silencio.
-No hablamos de Eponine
-Es verdad. Supuse que ella es muy importante para usted. Tal vez, un poeta no pueda dejar de enamorarse de alguien como Eponine. Y está bien, porque ella es la heroína de los amores y los sueños imposibles. Ella murió por la causa de la libertad, pero antes que eso, murió por el hombre al que amaba. Después de todo, tal vez no haya nada tan revolucionario como entregar la vida por amor. Ella lloró su soledad sin pedirle a la vida clemencia alguna. Fue mujer hasta las últimas consecuencias, y el ardor de su cuerpo quedó malogrado sobre los adoquines de una barricada parisina. Eponine no podía ser para otro que no fuera Marius, entonces fue la novia enceguecida de la revolución. Así como el pequeño Gavroche no tuvo el amor de sus padres, ni el calor de un hogar, y la causa revolucionaria fue su madre y sus hermanos aquellos que dejaron su alma tendida entre el humo de las trincheras. Gravroche es la niñez moribunda que mendiga por las calles de todos los tiempos.
Las palabras son una espiral que oculta y revela. Todos han quedado en silencio, apenas acompañados por los recuerdos, esa presencia empecinada de lo que no está.
-Bueno, amigos , debo irme. Es tarde, y presiento que puede encontrarme
La Morocha Gris abrió los ojos adormilados y exclamó
-¿Quién?
-Javert, quién otro, Ma Belle…No, no se sorprenda. No termino de creer que él haya muerto. De todas formas, siempre habrá un Javert persiguiéndonos sin descanso.
Valjean se puso de pie y dijo
-Adiós amigos, gracias por escucharme.
-No nos agradezca. Tal vez no lo sepa, pero usted siempre será un blasón entre los perdedores- dice el Poeta
-Prefiero que me reconozcan como su amigo
-Qué así sea –dice el Poeta estrechándole la mano- y agrega:
¿Hay algo que pueda hacer por usted?
-Sí. Jamás olvide que mi nombre es Jean Valjean.
Dicho lo cual, se levanta y se encamina hacia la puerta, sin que Horacio, Carlos y Verónica, sin que los demás pobladores del Bar lo adviertan.
Estas cosas suelen suceder en el Club de Perdedores.
No sean incrédulos.
Tampoco se asombren.
En este club, no existe otro tiempo ni otro camino que aquel que se traza detrás de los sueños atormentados.

sábado, 10 de octubre de 2009

V)LA MOROCHA GRIS SEDUCE AL MÚSICO ERRANTE

Las mesas rebasan de palabras y de pocillos, de vasos y vasitos que brillan áureos o plateados bajo la tenue luz festiva.
No suele haber esta clase de visitas en el Splendid. Pero hoy es el cumpleaños de Ricardo, amo y señor del bar. Y entonces, ha querido agasajarlos con música en vivo. Una banda. Profesionales, prolijos, eficientes músicos. Jazz amable, pop divertido, algo de rock liviano en el pináculo de la audacia. Baladas románticas, boleros y por supuesto la infaltable algarabía sincopada que invite a correr las mesas y abrir la noche al baile.
En el Club las opiniones están divididas. La Morocha Gris, el Ruso y Mónica están dispuestos a cerrar por ese viernes la lectura de sus textos (y a evitar la escucha de los que pudieran venirse perfilando de boca de los otros) o a dejar de lado cualquier discusión que navegue desde Todorov pasando por Chomsky, Foucault, Derrida, Sartre, el Círculo de Praga, el temprano ultraísmo borgeano, la pertenencia del “best seller” al género literario, las letras machistas de los tangos (Mónica dixit), el fundamentalismo feminista como medida del universo (Gustav dixit) hasta “la mano de Dios” de Diego, los previsibles exabruptos de las vedettes y modelos en sus beligerancias televisivas, la superioridad del tinto sobre el blanco o alguna confesión inesperada.
Tony no se expide. Ya va por su tercera ginebra y antes se había despachado unas cuántas Guinness. Si hay mujeres, para el negro “no ha lugar” cualquier protesta y que se venga la joda.
Gustav y Pérez ya avisaron que se retiran, apenas terminen con sus copitas de Legui, con rumbo probable a Adrogué, a pesar de que Mónica y la Morocha deslicen en el aire el mote de traidores. Fernando, el filósofo, que esa noche visitaba de sorpresa a sus amigos es posible que les siga los pasos.
En cuánto al Poeta Oscuro, no emite opinión. Pérez y Gustav esperan de él un gesto desdeñoso que lo sitúe entre los fugitivos. Pero el Poeta (cuya afición por la fiesta que se aproxima es menos creíble que la “Teoría del derrame”) calla y se aquieta en su rincón. Está visto que esa noche no se moverá del Splendid aunque tampoco habrá de participar en la celebración.
-Nosotros nos vamos- dice Gustav, de pie junto a Pérez y Fernando.
-Bye entonces…saluda con ironía Mónica…
Gustav finge que no le molesta el sarcasmo de Mónica y dirigiéndose al Poeta Oscuro, le pregunta a quemarropa
-¿Venís Poeta?
El Poeta Oscuro responde lacónicamente
-No, Gustav. Me quedo.
Irritado por las risitas de Mónica y desconcertado por la actitud del Poeta, Gustav se encamina hacia la salida. Pérez y Fernando, lo siguen en silencio.
El Splendid se va habitando de extraños, que al principio miran atónitos a los nativos, los náufragos habituales, los que todos los viernes pueblan con su desconcierto las mesas del bar, pero luego las barreras parecen derrumbarse al son de la generosa bebida que hoy corre ligera por las mesas.
El Poeta Oscuro busca un rincón alejado y oscuro. La Morocha Gris lo advierte y se acerca sigilosa
-A mí no me engañás… ¿O me vas a decir que te quedaste por la fiesta?
-No, Negra, sabés que no
-¿Y entonces?
El Poeta responde sin mirarla
-Simplemente hoy no tengo lugar. No tengo ganas de hablar. Y si vuelvo a casa, será para encontrar otra vez el fantasma de ella….otra vez allí. Porque hay días que son peores. Hay días en que ella es todo lo que puedo pensar.
- No hablemos de ella, entonces. Pero al menos, supongo, podrás escuchar un momento a tu amiga.
El Poeta se vuelve y ahora sí la mira asombrado.
-Claro Negra… ¿Qué te pasa?
-Nada malo. ¿Ves ese señor que está detrás del teclado?
-Sí. Lo veo.
-Ese es Alejandro.
-¡No jodás! ¡Ese es tu músico errante!
La Morocha Gris suelta su risa inconfundible.
-Y esta noche, Poeta, esta noche no se me escapa.
El Poeta dibuja una sonrisa, esa sonrisa que nunca abandona su crónica tristeza
-Andá Negra…y suerte.
-No voy a necesitar de la suerte, Poeta.
Dicho lo cual, la Morocha Gris se incorpora y vuelve al ruedo.
El Poeta Oscuro se abandona en su cubículo, en ese intersticio que los fastos de la noche dejaron olvidados en un rincón del Splendid.
Pronto la música irrumpe feroz, los gritos acompasados, las palmas batiéndose en la algarabía.
El Poeta saca su anotador y comienza a escribir febrilmente.

La Morocha Gris camina hacia su mesa. Tiembla en su cuerpo la imagen de una tarde. Las manos y la boca del Músico Errante recorriéndola, la tormenta de su cabellera deshecha sobre los pechos, la saliva de perlas en los labios, las lenguas en el ijar quejumbroso de tanta soledad, desordenada en el piso, como la ropa dispersa sobre el suelo de la habitación.
Pero en su magnífica impostura, nadie advierte que ella trae ahora, disimulado en el bullicio trivial, en el sonar de los instrumentos disciplinados tras los acordes exactos, en los gritos de algarabía que reclaman la canción esperada, aquél recuerdo salvaje, voraz y tantas veces desdichado. La Morocha, como una bailarina que no toca el piso con sus pies, gira y se sienta. El Músico Errante parece perdido en el teclado, sus ojos se mueven y aletean por encima del atril y tampoco alguien puede percibirlo. Él no ha apartado su mirada de ella, de aquel recuerdo que también lo atraviesa. Alejandro, se sabe desnudo, aunque su oficio y su temple arranquen un aplauso cuando los dedos vuelan sobre el piano y la guajira explota entre los cuerpos que bailan sudorosos. Se sabe desnudo ante ese par de ojos que no se apartan de él y que lo persiguen a lo largo de la noche y se hunden inclementes en su humanidad cuando arranca con “The long and winding road”.
Mónica y el Ruso, bailotean en la pista improvisada, entre la gente que ahora parece calmar su vehemencia. Cuando Alejandro cierra con la última nota, levanta la vista y ya sin reparos, los ojos felinos se encuentran en la penumbra, se encuentran en sus ansias y en la pasión herida de lo que alguna vez abrió las puertas, luego cerradas por él y su fuga inexplicable.
La Morocha Gris y el Músico Errante se sostienen la mirada. El recuerdo está temblando ahora en el cuerpo de Alejandro, ese recuerdo de una tarde dónde fue amado con una furia desesperada.
A la hora en que todo se termina, cuando de los invitados no queda más que un pequeño grupo disperso y los músicos han terminado de cargar instrumentos y equipos en la camioneta, Alejandro, se vuelve y se acerca a la mesa donde la Morocha Gris bebe, inmutable. Mónica dormita y el Ruso, bosteza.
El Músico Errante se siente. La Morocha lo mira y sonríe.
-Estuve recordando –dice él
La Morocha Gris suelta su risa estrepitosa. Alejandro, prosigue
-¿Qué planes tenías para esta noche?
La Morocha lo mira desafiante. Le toma la mano, juega con sus dedos y le dice
-Es tarde. Me iba a dormir.
-¿En la cama atrapahombres? –dice él
Ella ríe nuevamente. Se pone de pie. Las manos siguen enlazadas. Alejandro también se levanta con torpeza. Salen.
El Ruso y Mónica, se sobresaltan, pero nada dicen.
La calle se abre en abanico y la silueta de dos cuerpos y una única sombra cae a los pies del último farol. La Morocha ha tomado por asalto al tiempo y a las hogueras de rouge y de cigarrillos incandescentes. Ahora habrá besos con aliento a alcohol y fiebre, mientras la madrugada se desnuda en un solo y único impulso.
El Ruso se levanta de la mesa. Mónica lo imita.
En el fondo del bar, contra el ventanal que da a la avenida, el Poeta Oscuro lee absorto y aún corrige algo en su cuaderno.
Mónica se acerca y le dice
-Nos vamos, Poeta. ¿Venís?
El Poeta asiente sin decir palabra.
Pronto los tres están caminando, sin rumbo fijo.
El Ruso rompe el silencio
-Es como una ruleta. Esta noche ganaron algunos y a nosotros tres…a lo mejor nos tocó perder.
-Fue bueno mientras duró –dice Mónica con su habitual ironía.
-Siempre es así, Mónica –dice el Poeta.
Mónica lo mira con una sonrisa burlona
-¡Dejate de joder! ¿Otra vez estuviste escribiéndole?
El Poeta calla. La noche se está desvaneciendo, deshecha en una bruma veloz e indescifrable.

jueves, 8 de octubre de 2009

IV) LA NOCHE IMPOSTADA

1978. Mayo.20. El sábado se filtra por debajo de las puertas vaivén. Un frío húmedo y letal adormece los umbrales del Splendid. Es otra noche perdida, en la calma sepulcral que se advierte en la calle, desierto azaroso por donde apenas circulan los pies ligeros de unos pocos transeúntes.
El hombre revuelve su café solitario, un par de papeles desparramados en la mesa lo aturden sin certezas. El relampagueo azul que viene de la plaza, aviva en el hombre el instinto de supervivencia que hace un par de años él y muchos otros han aprendido a conocer a fuerza de gritos mudos, que llegan desde los rincones ateridos del rumor, pero también desde la evidencia maléfica de un juego de sombras y ocultamientos.
Extrañas conductas las de los espejos en esta Argentina que cabalga su euforia crispada a un mes, apenas, del Mundial de fútbol. Los espejos no devuelven las imágenes y entonces, los cuidados deben extremarse. No es conveniente pasar delante de ellos, porque se corre el riesgo de no encontrar luego un rastro siquiera de la sonrisa fugaz, de los ojos abiertos y enigmáticos, del semblante ojeroso, de la dicha escondida. Del propio nombre.
Los destellos azules se empecinan contra el ventanal del bar. El hombre atina a esconder la “Antología Rota” de León Felipe bajo su carpeta. No vaya a ser que ellos entren y pregunten. O peor. Que revisen y entonces se incauten al Quijote derrotado que cabalga por la manchega llanura “sin peto y sin espaldar”. Pero no, siguen de largo por Meeks y el hombre podrá ahora leer sin temores. “Deshaced ese verso…”
Es el momento exacto en que el otro hombre irrumpe en el Splendid. Su saco oscuro y su bolso. La camisa gris sin el cuello clerical. Se acerca.

-¿Qué hacés por acá, Claudio? – pregunta el hombre que estaba sentado.
Claudio se sienta y dice
-Tenemos que hablar, hermano.
Dos pocillos son un buen pretexto para que dos amigos se entreguen a la urgente desnudez de sus confidencias. Y si además hay ginebra, el desamparo encuentra su tregua ideal, esperada, animosa aún en la caída.
-No puedo más, hermano.
El hombre escucha, apenas cortando en el silencio de su sorbo la pausa que Claudio le imprime a las palabras.
-El lunes hablo con el Obispo. Largo todo.
-¿Decisión tomada? –pregunta el hombre mirando a su amigo con los ojos del que busca la respuesta que no puede eludirse.
-Sí…vos sabés que mi vocación es fuerte. Pero ella me pudo. Ella me trajo…una cuestión de la que no me habían hablado en el Seminario. “Un oído en el pueblo y otro en el Evangelio”. Eso también me lo dijeron. Pero no me enseñaron qué hacer con dos ojos que te miran aún cuando estás rezando en tu celda, con una boca que dice tu nombre como si nadie lo hubiese dicho antes, como un bautismo en celo…
-¡Joderse con el celibato! –exclama el hombre.
-No es el celibato, amigo. Es la carne que está en el espíritu y el espíritu que está en la carne. Es esa risa que estalla cuando le enseñamos el catecismo a nuestros villeritos o la voz que canta y a uno se le eriza la piel…
-Cura…curita…de la cintura para abajo también le pasan cosas a los hombres de fe.
-¡No me digas cura, carajo! –se exaspera Claudio.
-Ta bien…perdonáme.
-No…perdonáme vos hermanito. Tenés razón. Mi fe está intacta ¿Sabés? Pero sin Marcela… ¿Qué sentido tiene Dios para mí?
-¡Mierda! ¡Pegó fuerte!
-Pegó como tenía que pegar. Pegó en mi sangre y en mi sed de hombre. Ya no voy a escaparme.
-¿Porqué habrías de escaparte, Claudio?
-No…claro. Pero ahora con más razón.
Claudio apura la ginebra. La mirada enrojece mientras la noche corre sin prisa por sus horas muertas.
-Hermano…hermanito…Ya no hay retorno. Porque esta tarde, toqué su piel, besé sus labios, me encontré en su desnudez y me supe hombre. Y cuando terminamos de hacerlo, en el mismo cuarto donde tantas veces nos medimos y nos alejamos, temerosos, rezamos ¿Sabés? Y fue la primera vez en mucho tiempo que recé con toda mi fe abierta al mundo, a lo inesperado, al dolor de los hombres…también a sus alegrías. Porque hoy entendí mejor ese dolor y esa alegría. Y ese Cristo del que hablo, apareció cercano. Sentado ahí. Sonriendo.
El hombre toma del brazo a su amigo. Aprieta con fuerza y Claudio ahora sonríe en el prisma pequeño de una lágrima.
¿Quién puede juzgarte, Claudio? –Piensa para sí el hombre- ¿Cuántas veces nos preguntamos cómo haríamos para luchar contra tantos monstruos sin la compañía de una mujer amada?
-Por eso el lunes, hablo con el Obispo…
Claudio…ahora la pelea contra estos hijos de puta se te va a hacer más suave. La fe no está en juego. Encontraste tu camino sin buscarlo. Ahora sos un hombre completo.
-El lunes hablo con él y se lo digo clarito. No voy a ser cura…él no va a entender. Pero eso sí…no renuncio a mi lugar en la villa. Marcela y yo tenemos mucho que hacer allí.
Ellos, nuestra gente, sí que van a entendernos.
-Ya saben. Si tienen algún problema yo los aguanto en casa –dijo el hombre en un hilo de voz, atesorando el secreto de sus palabras porque, no se sabe, nunca se sabe quién escucha y para qué en este mundo de imágenes cautivas de los espejos.
-Gracias. Claro que sabemos.
Sin treguas, con el énfasis sujeto a la fuerza en el brindis austero, la charla se prolongó entre los velos oscuros del tiempo. Quién vendrá y a qué hora. En qué lugar ocultarían la reunión y ese documento sobre los centros clandestinos de detención. Y los actos rigurosamente clandestinos donde soltar la rabia y el miedo. Clandestinos. Como la respiración o el beberse estos cafés y estas ginebras aún a la vista de los otros. Como el silencio o las palabras que se van deshaciendo mansamente…
-¡Poeta!... ¡Poeta!...
La dulce voz de Verónica apenas si logró sacarlo del letargo.
-¿Te quedaste dormido?
El Poeta Oscuro la mira, todavía ensoñado y confundido. Los ojos de Verónica tienen un brillo que él no advirtió en otras noches más sobrias y expectantes. No sabe por qué, la mujer, de tímidos acentos o la que se fue soltando con el devenir de las noches insomnes del Splendid, la de la risa franca y las palabras justas pero abiertas a aquel universo que no le era ajeno, le pareció más linda, con el pelo suelto y su sonrisa dibujada en los labios tímidos.
-Gracias Verita… ¿Hace mucho?
-¿Hace mucho? ¿Qué cosa?
-Qué estoy soñando…digo
Verónica se sonroja. No sabe si la frase del Poeta esconde un elogio o es sólo la prosaica pregunta de un hombre vencido por la noche y algún licor que aún se acurruca en la sangre cansada, un hombre que acaba de despertarse y levanta su cabeza apoyada sobre los brazos, los brazos sobre la mesa del sueño, el sueño sobre las grietas del tiempo.
-Ya cerramos, Poeta –dice la moza. Y sin dejar de sonreír, se vuelve.
El Poeta despereza sus ojos. Tras el ventanal del bar se vislumbra una pequeña claridad.
Se pone de pie, deja sobre la mesa el dinero. El sobretodo le cuelga del cuerpo como una sábana arrugada. Guarda sus papeles ajados pero que no se rinden y cuando se encamina a la puerta se detiene frente a Valeria, que presurosa está colocando las sillas sobre las mesas, y le dice
-No fue un sueño, Verónica. Te juro que no fue un sueño…

domingo, 4 de octubre de 2009

III) MÓNICA Y GUSTAV CRUZAN ARMAS

3. AM. El rumor de la noche se agiganta en las palabras aunque por momentos parpadea en los silencios y se adormila. Algunos han tirado la toalla. Pero en el Splendid nada se define, todo se transforma y sus habitantes permanecen en el impulso desordenado de las voces o en la quieta mueca de su desasosiego. En un rincón, Verónica y Carlos, los mozos, bostezan su tedio.
Los miembros del Club se han reunido por fin en una sola mesa. El Poeta Oscuro ha tratado infructuosamente de leer la selección de poemas de Rimbaud que había elegido con su habitual tono minucioso (obsesivo, diría Gustav).
La Morocha Gris quiso llamar al orden un par de veces, pero en esta noche lo único que cuenta son las confesiones y la esgrima de los reproches.
Gustav y Mónica han lanzado sus lamentaciones y los dos dejaron en el aire admonitorio una queja que no oculta su herida más oscura.
Pérez, guarda silencio, mirando ensimismado su copita de Legui. El Ruso no ha pronunciado palabra. Tony está en la barra y a su lado, una joven mujer lo escucha y lo mira sin saber que ya ha caído en la trampa. Basta observar los ojos ofídicos del Negro, su expresión fascinante, sus gestos histriónicos y a la vez desvalidos.
-Son ustedes los que siempre fugan – dice Mónica marcando un énfasis musical en la “efe” de fuga – Ustedes, los que prometen lo que saben de antemano que no cumplirán.
-¿Ah sí? –interrumpe Gustav- ¿Y que dice la señorita de lo que ustedes prometen desde la primera noche en celo? “yo te conocí así y así te acepto” ¡Vamos! ¿Y los que mentimos somos nosotros?
-¡Sí!...porque los tipos, querido, no sé si por genética o porque la sagrada familia los parió así o porque hay un Dios que les dio permiso, tienen marcada la línea de cal más firme que en la cancha. Antes, todo es un reino florido de certezas. Pero después, en la cama, cuando se sacaron las ganas y se sienten los reyes de la creación, comienzan a desarmar el discurso, palabra por palabra…”pero yo no quise decirte eso”…”tenés que entenderme”…”no puedo dejarla ahora”…” ¿Cuándo hablé de amor?”
-¡Pará Mónica!... ¿Y qué carajo tiene que ver Dios con todo esto? –dice Gustav enardecido.
Mónica lo mira unos segundos, el odio le brilla en la mirada ciega.
¡No sé qué tiene que ver! Pero si existe, fue Él quién les sopló en los oídos la sugerencia…
-¿Qué sugerencia?
-“¿Cogétela y olvidala” te resulta ilustrativa?
Mónica ha dicho. Un estupor se adueña de la mesa. Pero Gustav arremete
-¡Claro…seguro! ¿Y no será, ya que vos trajiste a Dios a esta mesa, que fue un don divino el que les dio a ustedes la habilidad de hacernos ir de un lado a otro como fantasmas? Primero que sí…luego que no…siempre esa nada hecha espera interminable, incertidumbre y finalmente adiós?
-¡Claro…nosotras las histéricas! ¿Y ustedes? ¡Los adoradores de la vagina dentada!
-¡No…porque ustedes no son histéricas…!¡Claro!...son criaturas sensibles que no saben…nunca saben…
De pronto la Morocha Gris interrumpe con un énfasis que no pierde su aire tranquilo y socarrón
-Che… ¿Esto es un campeonato de obviedades y nosotros tenemos que elegir a un ganador? La verdad les digo…estoy un poco cansada de escucharlos discutir sobre lo mismo….
Cuando Mónica intentaba una réplica y Gustav se precipitaba en una respuesta acalorada, Pérez rompe su mutismo y sin dejar de mirar la copita de Legui, dice
-Jodidos. Todos estamos jodidos.
Levanta los ojos y observa. La mesa ha silenciado su alboroto. Luego, toma un sorbo y prosigue
-Hombres y mujeres que no saben elegir, que se mienten, que escapan, que no son capaces de enfrentar su cobardía ni siquiera para jugarse por lo único que vale la pena en este podrido mundo: el amor o la pasión. ¡Qué me vienen ahora con estas giladas de ocasión!
¿Se compraron los lugares comunes que escuchamos desde que nos largaron al ruedo? Hagan lo que quieran….pero por favor…les pido…. ¡No sean boludos!
Resulta que ahora todo lo explican dos o tres disfraces con los que la gente juega su juego perverso…. ¡Déjenme de joder!
El silencio persiste. Mónica mira hacia el ventanal que da a la plaza. Luego recoge sus cuadernos, los guarda en su enorme cartera y se va sin decir palabra.
Gustav se pone de pie. Se acerca a la barra y pide un whisky doble. Siempre que pide un whisky doble, Gustav quiere estar solo. Horacio, el encargado, le sirve cuidándose muy bien de hacer algún comentario.
La Morocha y el Poeta se miran. Hace un buen rato que renunciaron a Rimbaud.
La noche no parece destinada a la poesía. O sí. Porque Pérez, levanta la vista y sin mirarlos exclama casi en un susurro
-Che…estos dos salames que discuten y discuten siempre de lo mismo….¿No se dan cuenta de las ganas que se tienen?
La Morocha ríe con su carcajada que atraviesa las sombras. El Poeta apenas sonríe.
Pérez vacía la copita. Le hace una seña a Carlos, pidiendo otra vuelta.
-No me hagan caso…debe ser el pedo que tengo….
Y cómo quién no quiere, agrega con un inocultable fastidio
-¡Y me lo dejan a Dios tranquilo!

sábado, 3 de octubre de 2009

II) LA FAUNA SE CONFIESA

Ya hemos hablado de este brumoso cenáculo, de este club que recoge los lamentos y los sueños de algunos trasnochados. Lo que tal vez no dijimos, es que más allá de esa junta directiva conformada por la Morocha Gris, el Ruso Sentimental y el Poeta Oscuro, hay un importante número de acólitos, que viernes a viernes, participan del festín de los desheredados. Son los heridos en esa guerra perniciosa, a la que algunos poetas irresponsables y cursis, le cantan con versos que irradian una estúpida felicidad. El amor, señoras y señores, no es una fiesta a la que se llega y de la que se sale cuando ustedes lo deseen. Es más bien, una trampa. Quizás sostengamos la creencia en un paraíso, aún cuando lo que exista con inusitado vigor, sea la amenaza de eternizarnos en un Infierno, al cual seremos celosamente transportados por algún Caronte. El amor puede, en suma, ser tan maravilloso como perverso, y tal vez en ese juego de cara y cruz, resida su mágica fascinación.
Por eso, estas palabras quieren dar lugar a las otras, las que pueden escucharse en interminables noches de alcohol y confesiones. Sobre la barra, o en los altares de las mesas, hombres y mujeres dejan caer sus balbuceos y sus lágrimas.
En este rincón, el negro Tony, cantante y pensador. Después de la quinta ginebra, afirma que el pensamiento ensancha sus caminos “hay que terminar con los mitos puritanos, el alcohol aclara las ideas”. La voz del Negro, ruge sobre los blues desolados, que cuentan historias tristes, con hombres que sucumben ante mujeres frías y trepadoras, capaces de venderle al Diablo, su alma y el alma de todos los tipos que cometan la torpeza de enamorarse de ellas.
Infeliz historia la de Tony, abandonado por su único amor, quién prefirió la seguridad de un profesional, con aburridos fines de semana en los countries de zona norte, colegio bilingüe para los chicos, veraneos en Miami, y amantes discretos que ayuden a soportar tanto tedio. “Es que ella estaba hecha para volar a mi lado.¿Entendés?”, repite el Negro, y la frase se le empasta, enrojecida como sus ojos que fulguran sin admitir que existen damas a las cuales les importa volar sólo en la primera clase de American Airlines. La botella se vacía y Tony se enreda entre risas e insultos. Pero su verdadera distracción, no es la ginebra, sino las mujeres, a las que seduce con su estampa de chico desvalido, con la imposible ilusión de que alguna lo ayude a encontrar el olvido.
En un pequeño cono de sombra en el ángulo opuesto al del Negro, Mónica garabatea la hoja con trazos violentos. Su mesa desborda de pocillos. Hace dos años que trabaja a veces con su novela y en otras ocasiones con sus bocetos (Monica es artista plástica y escritora). En cualquiera de los casos, la serie se refiere a una sucesión de amores desencontrados, historias circulares, pasiones imposibles de consumar. Dibuja y borronea personajes, avanza y retrocede, con paso vertiginoso. Aunque con frecuencia, se detiene con la inmovilidad de un monje budista. Es que Mónica, suele caer fácilmente en las trampas que ella misma construye entre frases cinceladas. Esta mujer desafortunada, es víctima de sus construcciones artísticas. Así, es común que haya viernes en los cuales se la ve, solitaria como siempre, rompiendo las hojas en blanco, o tachándolas con ira. Son aquellos días en los cuales es más desdichada que nunca, prisionera de sus amores contrariados. Porque Mónica, como todas sus criaturas, suele enamorarse del hombre inconveniente. “Los tipos te dicen que sos inteligente, que sos distinta, que los hacés vivir, que sos demasiado para ellos, que a vos te eligen. Pero se quedan con la estúpida seguridad de sus esposas. O van a menos y eligen una mina tarada . ”, dice mientras la Morocha Gris, asiente con solidario rencor. Sobre el mostrador, Perez el músico iconoclasta, finge insolentemente detrás de sus bromas y sus risas marchitas. Pocos hombres, como él, acuñan tantas historias de ausencias. Perez supo animar fogones en la villa, allí por 1973, junto a sus compañeros. Fue célebre por esos tiempos, su himno “...y a los vendepatrias/ los vamo a dejar/ del rabo colgando”. Quién de aquellos dueños de la ilusión, no cantaba “Ahí vienen los villa”. Pero el cuento tuvo un final inesperado: el viejito no volvió, o volvió y no era el mismo, y hubo una tormenta, no una fiesta, y la muerte desoló los jardines. Y los villa se quedaron solos. Y Perez también. Ahora, separado de su mujer, se encuentra con sus hijos cuando puede. A veces, si la madrugada lo sorprende desarmado, se anima a rezar que los años de plomo, se llevaron mucho más que algunos seres entrañables.
“Nunca más fuimos los mismos” dice y se acomoda los lentes, mientras mira a cualquier parte.
En otra mesa, aislados del mundo, el Poeta Oscuro escucha las confesiones de Gustav, el pintor irreverente. Gustavo ha cometido, parafraseando a Borges, el peor de los pecados: tiene talento y no se deja seducir por los caprichos de la moda. También escribe con gran elegancia y cinismo. Pero esta noche, los amigos no están empeñados en resucitar el proyecto del Astrólogo de Arlt, sino que la conversación ronda por otras intrincadas sendas, mientras vacían sus vasitos, dorados de Legui, brillando en la noche como las luces difusas de la calle. Gustav se queja con amargura de ciertas conductas femeninas. Es que, mis amigos, los amores no correspondidos suelen encender estos comentarios, aún cuando para mucha gente, sean el producto de una cultura misógina y machista, sin comprender que el dolor no tiene ideología. “Las minas te dicen que no, pero que sos un dulce. Cagaste cuando te dicen que sos un dulce, porque es como si te dijeran, sos un tipo bárbaro, pero en la puta vida me voy a enamorar de vos”, se le escucha decir a Gustav, mientras su amigo sonríe, convencido de que no puede haber frase más luminosa en esta noche, y que muchas veces, ni en el verso mejor construido, pueden explotar los sonidos de la verdad con tanta fuerza, como en ciertas frases profanas.
Así transcurre el tiempo en el Club de Perdedores. Cualquiera de ustedes puede verificarlo, bastará que se acerquen. Ya conocen el camino, ya saben dónde se albergan la noche y sus heridas.
Sobre las mesas, en la ruleta rusa del estaño, hombres y mujeres descifran el silencio, mientras fuman sus secretos, mientras beben los licores lujuriosos del deseo. Gesticulan, braman, lloran, ríen o permanecen quietos e insondables. Lo sepan o no, nada de lo que hagan o digan, podrá librarlos del estigma del amor. Están condenados. Y jamás serán absueltos por el olvido.

I ) PRELUDIO


Señoras y señores, buenas noches. Bienvenidos al Club de Perdedores. Todos los viernes, sus tres miembros fundadores, se reúnen en las fauces del Gran Splendid de Témperley, entre las fumarolas que dibujan fantasmas, y los susurros que cruzan como balas perdidas.
Preside ella, la Morocha Gris, una bella mujer que hace veinte años que tiene dieciocho, porque el tiempo no le ha dejado rastros decadentes en su rostro, y entonces, nada desentona en su eterna melena ensortijada o en su risa, tan estridente como cadenciosa. La Morocha Gris, escribe. Tiene un libro de poemas en la calle, y se entrega con furia a las alquimias de una novela, dónde un extraño héroe, bohemio y enceguecido por el llanto de los bandoneones, convive con punks escabrosos o chicos que sueñan con su barrilete espacial. Ella sobrevive trabajando como correctora en una editorial, mientras hace equilibrio en el hilo de su vida. Tiene una hija casi adolescente, varios triunfos y unas cuantas derrotas, que su corazón se empeña en sortear, no siempre con éxito. Ahora mismo, tal vez no lo sepan, pero su sangre se atormenta con la sombra de un hombre, al que ama y desea rescatar del silencio y la soledad. Puede tratarse de un mal negocio enamorarse de un artista solitario y melancólico, pero la Morocha Gris, tiene sus ideas respecto del abordaje de ciertos negocios.
El vocal primero, es el Ruso Sentimental, un prestigioso docente, formador de comunicadores sociales, de refinado gusto para la lectura y con un gran defecto que es también una gran virtud: no sabe medir sus pasiones. No se asombren ustedes, si lo ven caer, ya avanzada la noche, desparramando sobre la mesa, casi antes que su cálido saludo, un rosario de angustias, provocadas por los vaivenes que su corazón sufre casi sin poder evitarlo. Ahora, es el sinuoso camino en el que avanza y retrocede con una morena avasallante. La pluma del Ruso Sentimental, está lo suficientemente templada para herirle los ojos a los más medidos, pero el gran tema es que, en estos entreveros literarios, el principal damnificado es él. En realidad, sus combates no son a primera sangre, es decir, no se detienen ante las heridas iniciales.
Y cuando no combate, pueden verlo fatigar sus cigarrillos, incansables, vertiginosos, como si con ellos se fumara el tiempo, y las esperas, esos pasillos entre calabozos oscuros, que la vida siempre nos pone delante, cada vez que creemos estar cerca de la salida.
Por último, el vocal segundo, es el Poeta Oscuro. A él le gusta definirse como el guerrero de las sombras, una especie de ninja decadente, más cercano a los derrotados personajes sartreanos, que a los vigorosos guerreros japoneses de la noche. Nació escritor, ese es su estigma, pero también su orgullo. Cierto es que se gana la vida en uno de los más importantes Bancos del país, y allí sobrevive como puede, entre mundos ajenos .Al igual que la Morocha y el Ruso, el Poeta Oscuro acusa una azarosa vida sentimental, cargada de pasiones y desencuentros. Alguna vez creyó encontrarle la vuelta a su desconcierto, pero sufrió la peor condena que un enamorado puede resistir: a las puertas de un amor doliente, inédito, único, inaugural, ella no se animó a acompañarlo. El hombre no pudo evitar las heridas, que brotaron de esa herida mayúscula, quizás porque su sangre corre con un vértigo sorprendente. El Poeta es, en esencia y existencia, un enamorado inmemorial, una especie de contemplativo, que toma algo del Rufián Melancólico y de Erdosain a la vez. Persistentemente creyó y cree en las causas perdidas, así que imaginen de qué manera sufre en este universo de perversiones. Pero el hombre está dispuesto a morir en su ley.
Este es el Club de Perdedores. No es un círculo cerrado, y sus tres miembros siempre estarán gustosos de recibirlos. En su mesa, pueden encontrarse, tras mares de café, o licores amistosos, versos que sangran de su costado, o textos que amanecen o esparcen brumas. Si pasan por el bar, un viernes cualquiera por la noche, y ven a estos sujetos acompañados de otra caterva de abatidos, refugiados entre pocillos y vasos, por favor no los subestimen. Sus historias no lucen los oros de la victoria, ni llevan el sello de los exitosos, que manejan autos importados, o dirigen la marcha de este desatino en el que pocos gozan y muchos agonizamos.
Pero si ustedes saben leer, si ustedes quieren escuchar, es posible que hallen señales de algunos de esos secretos que viven en la sangre de los vivientes. Esos secretos por los que Wall Street no paga un centavo de dólar, aunque sean los únicos que, una vez desentrañados, puedan hacernos felices.