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sábado, 31 de octubre de 2009

VII) DUELO CRIOLLO

En el club zumba un pequeño alboroto. No suele suceder, pero esta noche hay aura de duelo, brillos de puñales borgeanos, aromas épicos que se confunden con el vapor de la máquina de café del estaño y la visión borrosa de las botellas prolijamente alineadas en los estantes. Al principio parecía una broma de viejos amigos. La pareja entró al bar como pidiendo permiso. Se sentaron en una mesa pegada al ventanal de la calle Avellaneda. El hombre calvo y solitario, vestido con un traje azul, ya estaba instalado en una mesita contigua. Nadie vio cómo ocurrieron los hechos, pero los dos sujetos comenzaron una agria discusión. El que había entrado con la mujer, le reprochaba ciertas miradas inconvenientes sobre su compañera. El otro le respondía que estaban en un ámbito público y podía mirar a quién se le diera la gana. Pronto, el Poeta Oscuro descubrió que la cosa iba en serio
-Estos se agarran –le susurró a la Morocha Gris casi con temor de ser escuchado. Horacio, el encargado, rápido de reflejos se acercó al centro del conflicto, más atrás, Verónica, la moza, pálida como un relámpago, se veía asustada. El entredicho pareció encaminarse, ambos hombres dejaron caer en el aire una intención conciliadora en cuya firmeza el Poeta no creyó.
Uno aprende a descifrar los rumores y silencios del Splendid. Si hay partido, es posible que nada ni nadie perturbe, salvo la música aplanada de los pocillos o en andar sigiloso de los mozos. En la tarde las voces cruzan los huecos que se dibujan entre las mesas y resuenan en el espacio henchido de luces nunca estridentes (por eso el Club eligió el Splendid…aunque algunos revisionistas dicen que fue a la inversa). Pero este silencio se advertía distinto. Era un silencio belicoso, pleno de voces contenidas y suplicantes. El tiempo transcurría al igual que otras noches, derramado sobre las mesas de los pobladores, algunas servidas generosamente, otras apenas vestidas de licores y lágrimas.
El Poeta Oscuro , Mónica y la Morocha eran los únicos socios del Club que habían hecho acto de presencia por aquellas horas. Gustav se hallaba en una temporada de creación frenética y era difícil hacerlo salir de su cubículo en esas circunstancias. Tony, ausente sin aviso, se suponía en brazos de alguno de sus interminables amores febriles. Pérez, de viaje, acaso de gira por otros bares, acompañando cantores desalmados que le recordaran a su vez su propio quiebre con el destino. Y los demás, asimismo, estaban en su propio juego o tal vez aguardando que la noche se inclinara en el altar de las horas para arrimarse.
Cuando el Poeta leía la segunda carilla de su texto, la Morocha lo interrumpe y le señala a los intrusos. El hombre que había entrado con la mujer, un sujeto de aire pendenciero y peinado con gomina hasta el exceso, se había levantado para ir al baño.
Entonces, el juego de miradas entre la mujer y el otro, el solitario, desató unos brillos fáciles de descifrar. Había en ellos una conexión que solo podía explicarla la cercanía, la confianza, la desmesura de muchos momentos vividos. Cualquier cosa menos un casual o repentino deslumbramiento.
Entonces, cuando el engominado regresaba a la mesa y adivinó la ceremonia, el aire volvió a cortarse con los hilos del furor. Los dos sujetos se pusieron de pie casi al mismo tiempo. No se supo quién pegó primero, pero el chasquido se escucha rutilante y pavoroso. El calvo parece doblado en dos, casi en el piso, pero el engominado, que se muestra de pie, no tarda en tambalearse y con todo el peso de su cuerpo cae sobre la mesa y luego al suelo acompañado por una sincopada música de vidrios y metales que llueven sobre las baldosas, sobre el damero eterno del Splendid. Acto seguido, el hombre calvo de traje azul toma a la mujer del brazo y salen del bar. En la puerta, amagan una discusión que termina en un largo beso y un abrazo. Después, se pierden por Avellaneda hacía las vías del ferrocarril, quizás buscando el previsible rumbo del hotelucho.
El engominado tarda en ponerse de pié. Horacio, el encargado y algunos habitantes del bar, lo sientan en otra mesa, muy cerca del Poeta, la Morocha y Mónica.
Verónica y Carlos, tratan de barrer los restos rotos de la contienda y de poner en orden las sillas despatarradas.
El hombre rechaza todos los ofrecimientos. No quiere agua, ni médicos, ni mucho menos que se avise a la policía. Está quieto, la cabeza entre las manos, apenas se oye un tenue sollozo que en forma esporádica le levanta los hombros y le ensancha la curvatura de la espalda.
El Poeta intenta seguir con su lectura, pero basta que el texto soltara la frase
Amor que derramó su licor sobre la mesa de la soledad y la soledad sobre las sábanas de la cólera y la cólera sobre la desdicha….para que el hombre engominado se vuelva, los mire y sin más trámite comience a hablar arrastrando las palabras
-Y ustedes lo vieron ¡Claro! El mismo juego de siempre. Ese hijo de puta la maltrata, la deja noches enteras en vilo, ausente, la denigra ante los otros. Entonces ella me busca. Y llora, así como yo ahora ¿Vio Señor? Y me pide que la proteja, que la cuide, que está cansada, que conmigo se siente contenida. Que ya no habrá vuelta atrás. Pero todo es igual. Él vuelve a aparecer y la mira con esos ojos de serpiente. Y ella se olvida de mí, mejor dicho, me devuelve al lugar de siempre…
El hombre llora con desconsuelo infantil. No le importa deshacer su prolijo peinado donde la gomina brilla en opacas gotas perladas.
El Poeta Oscuro, Mónica y la Morocha, se miran. Sin decir palabra, abandonan la mesa y se sientan junto al hombre, que apenas levanta la vista, los observa fugazmente, casi con desapego y sigue ensimismado en su rito de lágrimas ahogadas.
-¿Vas a seguir leyendo? – pregunta la Morocha mientras apaga su cigarrillo con lenta parsimonia.
-No. ¿Para qué, Negra? – responde el Poeta Oscuro.
Las luces de los autos cruzan como un latigazo por la ventana. En la plaza unos chicos beben cerveza sentados en corro, a la espera de que el Auditorio Sur abra las puertas.
Esa noche toca “Bulldog”. El Poeta, levanta su mano llamando a Verónica. La moza se acerca sin apuro. Todavía está asustada, pero parece que tiene guardada una sonrisa.
-Vale…tres ginebras.
Hace un silencio. Mira a Mónica y a la Morocha. Luego al visitante que aún lloriquea sobre la mesa, con la cara entre sus manos.
Entonces, ensayando él también su mejor sonrisa posible, se vuelve a Verónica y le dice
-Cuatro Verito. Que sean cuatro.
(Hugo Celati) (2009)

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