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sábado, 3 de octubre de 2009

I ) PRELUDIO


Señoras y señores, buenas noches. Bienvenidos al Club de Perdedores. Todos los viernes, sus tres miembros fundadores, se reúnen en las fauces del Gran Splendid de Témperley, entre las fumarolas que dibujan fantasmas, y los susurros que cruzan como balas perdidas.
Preside ella, la Morocha Gris, una bella mujer que hace veinte años que tiene dieciocho, porque el tiempo no le ha dejado rastros decadentes en su rostro, y entonces, nada desentona en su eterna melena ensortijada o en su risa, tan estridente como cadenciosa. La Morocha Gris, escribe. Tiene un libro de poemas en la calle, y se entrega con furia a las alquimias de una novela, dónde un extraño héroe, bohemio y enceguecido por el llanto de los bandoneones, convive con punks escabrosos o chicos que sueñan con su barrilete espacial. Ella sobrevive trabajando como correctora en una editorial, mientras hace equilibrio en el hilo de su vida. Tiene una hija casi adolescente, varios triunfos y unas cuantas derrotas, que su corazón se empeña en sortear, no siempre con éxito. Ahora mismo, tal vez no lo sepan, pero su sangre se atormenta con la sombra de un hombre, al que ama y desea rescatar del silencio y la soledad. Puede tratarse de un mal negocio enamorarse de un artista solitario y melancólico, pero la Morocha Gris, tiene sus ideas respecto del abordaje de ciertos negocios.
El vocal primero, es el Ruso Sentimental, un prestigioso docente, formador de comunicadores sociales, de refinado gusto para la lectura y con un gran defecto que es también una gran virtud: no sabe medir sus pasiones. No se asombren ustedes, si lo ven caer, ya avanzada la noche, desparramando sobre la mesa, casi antes que su cálido saludo, un rosario de angustias, provocadas por los vaivenes que su corazón sufre casi sin poder evitarlo. Ahora, es el sinuoso camino en el que avanza y retrocede con una morena avasallante. La pluma del Ruso Sentimental, está lo suficientemente templada para herirle los ojos a los más medidos, pero el gran tema es que, en estos entreveros literarios, el principal damnificado es él. En realidad, sus combates no son a primera sangre, es decir, no se detienen ante las heridas iniciales.
Y cuando no combate, pueden verlo fatigar sus cigarrillos, incansables, vertiginosos, como si con ellos se fumara el tiempo, y las esperas, esos pasillos entre calabozos oscuros, que la vida siempre nos pone delante, cada vez que creemos estar cerca de la salida.
Por último, el vocal segundo, es el Poeta Oscuro. A él le gusta definirse como el guerrero de las sombras, una especie de ninja decadente, más cercano a los derrotados personajes sartreanos, que a los vigorosos guerreros japoneses de la noche. Nació escritor, ese es su estigma, pero también su orgullo. Cierto es que se gana la vida en uno de los más importantes Bancos del país, y allí sobrevive como puede, entre mundos ajenos .Al igual que la Morocha y el Ruso, el Poeta Oscuro acusa una azarosa vida sentimental, cargada de pasiones y desencuentros. Alguna vez creyó encontrarle la vuelta a su desconcierto, pero sufrió la peor condena que un enamorado puede resistir: a las puertas de un amor doliente, inédito, único, inaugural, ella no se animó a acompañarlo. El hombre no pudo evitar las heridas, que brotaron de esa herida mayúscula, quizás porque su sangre corre con un vértigo sorprendente. El Poeta es, en esencia y existencia, un enamorado inmemorial, una especie de contemplativo, que toma algo del Rufián Melancólico y de Erdosain a la vez. Persistentemente creyó y cree en las causas perdidas, así que imaginen de qué manera sufre en este universo de perversiones. Pero el hombre está dispuesto a morir en su ley.
Este es el Club de Perdedores. No es un círculo cerrado, y sus tres miembros siempre estarán gustosos de recibirlos. En su mesa, pueden encontrarse, tras mares de café, o licores amistosos, versos que sangran de su costado, o textos que amanecen o esparcen brumas. Si pasan por el bar, un viernes cualquiera por la noche, y ven a estos sujetos acompañados de otra caterva de abatidos, refugiados entre pocillos y vasos, por favor no los subestimen. Sus historias no lucen los oros de la victoria, ni llevan el sello de los exitosos, que manejan autos importados, o dirigen la marcha de este desatino en el que pocos gozan y muchos agonizamos.
Pero si ustedes saben leer, si ustedes quieren escuchar, es posible que hallen señales de algunos de esos secretos que viven en la sangre de los vivientes. Esos secretos por los que Wall Street no paga un centavo de dólar, aunque sean los únicos que, una vez desentrañados, puedan hacernos felices.

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